La lateralización

1ª parte

Marcelo Edwards

Umbral, mayo 2021

He querido tratar este tema que aparece en la obra de Gérard Pommier en diversos momentos. Me parece importante, aunque curiosamente no ha sido retomado por otros colegas, al menos que yo sepa. Con el tiempo del que dispongo solo podré hacer un esbozo de la cuestión, pero tal vez anime a otros a interesarse por ella.

Se trata de la represión de la pulsión por la palabra. El título del capítulo 8 de su libro “Cómo las neurociencias demuestran el psicoanálisis”, editado en 2004, es: “La palabra, trabajadora a la izquierda, reprime a la pulsión, que goza a la derecha”. Es decir que el lenguaje cuyo soporte está en las áreas corticales de la izquierda cerebral (el área de Broca, p.ej.) reprimen las sensaciones cuyo soporte son las áreas corticales de la derecha del cerebro. Sensaciones que no podrían ser percibidas por el sujeto si no estuvieran investidas por las pulsiones.

Como Pommier comienza diciendo, “las pulsiones impulsan al cuerpo a igualar la inmensidad de la unidad fálica. Si hubiera que obedecerlas, la boca no cesaría de devorar, la mirada de perderse en el infinito, el excremento de infectar el universo…El exceso de este empuje constante amenaza al organismo. La actividad sexual las calma, porque la genitalidad invierte durante un momento ese apetito infinito…Pero el sexo no calma más que provisoriamente la violencia pulsional. Un dispositivo más práctico y ordinario puede calmarla también: el acto de hablar.”

La demanda materna expresa su deseo, es decir, aquello de lo que ella carece mediante los objetos pulsionales -es lo que escribe el matema de la pulsión ($ ◊ D)- y estos, los objetos pulsionales, empujan al sujeto hacia lo imposible de la identificación con el falo faltante del Otro: Ⱥ. 

Entre esos objetos, la voz que al principio es una sensación pulsional como las otras, es investida como una parte de nosotros mismos que expulsamos cuando hay un exceso de goce. El mundo que los niños perciben les inquieta porque está investido con la parte (fálica) de sí mismos que han expulsado. Está poblado de dobles que retornan angustiando bajo forma de percepciones que les hacen gritar, y el grito repite el rechazo. Como dice Pommier: “un simple grito en su desnudez debe su potencia de evocación a la represión originaria”. Es decir, a la Ausstossung (expulsión, rechazo) del plus de goce que invade al niño.

Lo que está fuera es esa violencia del plus de goce generdo por la demanda materna que es rechazada por el grito. Un grito que es la matriz de los sonidos que luego irán nombrando los objetos del mundo mediante las palabras; y estas, al unirse crearán sentido. 

Según Pommier, los sonidos operan una doble metamorfosis. 

Inicialmente, las pulsiones convergen hacia la sonoridad, intercambiándose entre ellas, en primer lugar, porque tienen el mismo objetivo -identificar el cuerpo al falo demandado por el Otro materno- y, en segundo término, por su exceso. La pulsión empuja hacia un placer que va hasta el displacer, y cuando una de ellas va demasiado lejos, otra toma el relevo del placer. Pasan así de una sensación a otra hasta la puerta de salida de las trazas mnésicas de sonidos. De ese modo, el sonido puede capitalizar el empuje del conjunto pulsional invirtiendo su fuerza para contrariarla, y deviniendo significante cierra la puerta de la represión.

El proceso de simbolización así desencadenado va hacia el infinito porque cada palabra guarda por detrás de sí un valor sonoro que llama a su vez a la formación de una frase. En un momento del desarrollo de la palabra, el sonido forma un sentido consciente, pero mientras tanto, el sonido guarda su potencia pulsional que permanece inconsciente en lo consciente. 

Como indica este autor: “lo inconsciente trabaja de modo ultra-plano en la superficie sonora de las palabras y corre el riesgo de implosionar en cada sonido”. Por ejemplo, en un lapsus, o aún peor, en una alucinación verbal auditiva, cuando la cadena significante se rompe.

Las palabras (representaciones de cosa) reprimen la fuerza pulsional de las imágenes (representaciones de cosa), pero están fabricadas por una parte con su propia imagen auditiva y por la otra con la imagen de los objetos que evocan. La percepción encuentra el refugio de una palabra que, dando la mano a otra palabra, divide la angustia. 

Pero no basta con la conexión de una palabra con otra. Es necesario añadir la discriminación de una cualidad. Una palabra califica a la otra y nuestra consciencia comienza con la distinción de una característica y luego de otra: el aislamiento de un trazo hace pantalla a la percepción. En términos freudianos: el proceso primario de las pulsiones que busca la identidad de percepción se transforma en proceso secundario que opera tendiendo a la identidad de pensamiento. El pensamiento filtra trazo por trazo y relega detrás de sí la luminiscencia que impediría las percepciones (las percepciones directas obnubilarían la consciencia).

El nombre de una cosa es aún una sensación, y es necesario una segunda vuelta para que el discurso identifique la cosa nombrada. De esa forma, su ser se disocia de lo real, con el que ahora solo tiene una relación denotativa. Este proceso de simbolización implica el paso del goce del Otro, al goce fálico. 

Es cierto, como dice Lacan que no hay goce del Otro J(Ⱥ), puesto que el Otro está estructuralmente barrado, pero no es menos cierto que ese vacío que aspira al sujeto hacia el incesto requiere un borde para que este no se precipite en él, y  es lo que más angustia al neurótico que lo imagina, o puede llevar al psicótico a la muerte subjetiva alucinada como real. 

Mediante la articulación de las palabras, el objetivo pulsional de realizar el ser fálico se reconstruye “fuera”, en las frases que el sujeto emite, pero cualquier percepción puede despertar el goce pulsional y la angustia ante lo real de la castración materna.

Al hablar reprimimos el plus de goce, pero entonces las palabras devienen una condición del goce del cuerpo.

Las imágenes (representaciones de cosa para Freud) que siempre están cargadas por la pulsión son diferentes del pensamiento que introduce un diferencial, agregando una cualidad, un atributo: un “esto es eso” que permite la discriminación.

En la imagen se refleja esa parte no especularizable de nuestro ser que siempre nos resulta extraña y nos angustia. Pero esa parte inconcebible engendra un pensamiento que “refleja” en su lugar. Sin esa mediación, lo sensible nos enceguecería. Un pensamiento permite decir “yo” y nos extrae del “él” del reflejo. Reflexionamos para dejar de reflejarnos. Pensamos para existir, más allá de la captura narcisista mortífera que implica la imagen. 

Un imposible de inscribir dirige la percepción y nombrar las cosas calma de esa angustia, no porque la palabra sería adecuada a la cosa, sino porque se define por otra palabra. En todo caso, esta articulación permite denotar las cosas.

Pero para que la percepción devenga consciente no basta con nombrarla y luego nombrar esa nominación, sino que es necesario que el semejante al que hablamos legitime esa operación. 

La memoria humana se organiza en función de la represión de la imagen en provecho de la literalidad de sus trazos característicos. Las palabras, que están a la izquierda del cerebro en el área de Broca, gramaticalizan las imágenes para que un sujeto sea consciente y deje de estar fascinado por el brillo pulsional; y en ese exilio se genera la temporalidad propia del ser hablante. A contrario, cuando el empuje pulsional excita en exceso a las imágenes, el sujeto pierde el sentimiento del tiempo y del espacio por falta de represión y aparecen los vértigos, las parálisis, las cegueras histéricas, etc.

Cualquier frase (“esto es eso”) es performativa: produce su sujeto. Quien nombra pasa de una posición pasiva a una activa: así nace y existe el sujeto que resulta dividido entre lo pulsional y la articulación de las palabras que lo reprimen. 

En términos psicoanalíticos, con subtítulo neurofisiológico: la represión primordial hace recaer su efecto sobre la derecha del cerebro (sensorio-pulsional) donde se localizan las representaciones de cosas (imágenes), que funciona según el proceso primario freudiano que busca la identidad de percepción. Los impasses de esta búsqueda de identidad de percepción, engendra a la izquierda del cerebro la producción de pensamientos (representaciones de palabras) que corresponde al proceso secundario freudiano, y apunta a la identidad de pensamiento. 

Las imágenes cerebrales verifican esta operación de represión primordial, así como que cuando esta se levanta, la pulsión vuelve desde el exterior (que es el lugar primero de la demanda del Otro) bajo forma alucinatoria. Las imágenes cerebrales muestran que las alucinaciones se inscriben a la izquierda, mientras que las construcciones delirantes que tienden a compensarlas se pueden leer a la derecha.

Otras investigaciones muestran que lo estrictamente melódico de una música se localiza a la derecha, mientras que los elementos significantes de la misma se localizan a la izquierda.

Las imágenes cerebrales muestran además que las áreas cerebrales activadas por el pensamiento son las del lenguaje, de tal forma que parece que la palabra agrega solo  un acto al pensamiento.

Aquel a quien hablamos localiza en retorno al sujeto de la palabra (je). Cuando nos escucha su presencia nos despierta sensaciones e imágenes. Su cuerpo hace agujero en nuestro espacio, encendiendo nuestras pulsiones y el pensamiento se precipita y eventualmente nos lleva a hablar. Lo inconsciente se enciende en el encuentro con el otro. 

La percepción de las cosas deviene consciente si las palabras las designan, pero estas no crean un sentido más que si se asocian a una frase dirigida a un semejante (real o ficticio), haciendo nacer un sujeto.

El sujeto no procede ni de área psíquica pulsional ni del área psíquica del lenguaje, sino de la diferencia de potencial entre esas dos áreas como efecto del acto de hablar en una relación con el semejante. La subjetividad se realiza en esa extraterritorialidad en el momento en que se expresa.

La chispa que activa la maquinaria neuronal surge fuera de la máquina: resulta de la diferencia de potencial que instaura la proximidad de dos cuerpos: cada cual refleja el otro, pero no obstante se diferencia. El sujeto que piensa y habla se encuentra, paradojalmente, en exterioridad respecto de las trazas mnésicas que utiliza.

El sujeto de la consciencia es exterior al mundo, y por ende a su propio cuerpo.

El sujeto actualiza su percepción cruzando dos trayectos: el primero, va del área sensorial derecha al lóbulo izquierdo que la simboliza (la hace consciente) gracias a las trazas mnésicas de las palabras; el segundo, valida esas palabras gracias al semejante, que también es percibido pulsionalmente. Ese cruce se produce en un instante: el semejante nos hace hablar, aunque tengamos la impresión de hablarle a él.

 

 

 

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