El psicoanálisis como viaje, por Graziella Baravalle

 El viaje es uno de los temas célebres de la literatura. Forma parte del argumento de la Odisea, de la Divina Comedia, del Edipo Rey, de Fausto, del Moisés bíblico, para nombrar sólo los textos que acompañan a Freud a lo largo de su propio viaje, y a los que cita permanentemente ya que considera que los poetas, los creadores expresan (aun sin saberlo) la problemática de la vida inconsciente. Octave Mannoni, en La otra escena, compara el discurso del obsesivo con el de El extranjero de Camus y agrega: «Estas comparaciones no son puramente pintorescas: los roles, los personajes, las novelas, los dramas, los destinos y los desenlaces imaginarios están tejidos con la misma tela que el inconsciente del Hombre de las Ratas»1.

Por otra parte, muchos analizantes y muchos analistas consideran al psicoanálisis como un viaje, un desplazamiento, un cambio de manera general. De modo amplio, este viaje metaforiza no sólo la encrucijada fatal en la que Edipo da muerte a su padre, sino también cambios como los pro- ducidos por las drogas y el alcohol (cf. mi trabajo «Morir de amor» en Apertura N.° 4, año 1989) y fundamentalmente el viaje como una incursión al territorio del pasado.

Para nosotros, como analistas, los sueños y las fantasías de los analizantes son, en tanto formaciones del inconsciente en análisis, viajes exploratorios al mundo de la transferencia.

(Hans Sachs decía, refiriéndose a la atención flotante: «Soñamos paralelamente con nuestros pacientes», y a esto creo que apunta J. D. Nasio en su definición del inconsciente único que se constituye en la sesión de análisis.) En lo que concierne a los desplazamientos, pienso especialmente en las apariciones y desapariciones de la madre en el proceso de constitución del sujeto tal como lo describe Freud con el juego de la bobina en Más allá del principio de placer.

La relación entre la ficción literaria y el psicoanálisis —siempre presente en Freud y en Lacan— y el desplazamiento, son los puntos de partida para mi consideración de los dos siguientes viajes o recorridos, ambos bajo la rúbrica de Viaje hacia el gran Otro.

Graziella Baravalle

La verdad tiene estructura de ficción. J. LACAN

 

I PARTE

En primer lugar, el viaje de un personaje de la novela El Vicecónsul, de Marguerite Duras2. En segundo lugar, y en relación con el anterior, el recorrido de una analizante para la construcción del fantasma.

En una carta a Fliess, Freud afirmaba haber triunfado donde el paranoico fracasa. El personaje literario al que me refiero termina su viaje en la locura. En cambio, la analizante mencionada logra terminar el viaje (el análisis) no en la locura sino en la modificación de su posición subjetiva. Ella ha buscado el porqué, la solución de su enigma particular con ayuda de un guía y del psicoanálisis. Con lo cual, de entrada, queda planteado el problema de la función del analista para que se pueda llegar al fin del análisis, no a un objetivo, sino a ese punto al que se refiere Lacan como es- trechamiento de los tres registros, el objeto a.

Fin que se ha de diferenciar de las finalidades con las que se comienza un análisis. Finalidades que también se dejan entrever en los viajes de los textos citados por Freud, de los cuales en este artículo sólo analizaré el de Edipo.

Me refiero a:

  • —  El viaje de Fausto en busca de la completud. Fausto hace un pacto con el demonio, a quien

    está dispuesto a entregar el alma en el momento venturoso en que, colmado de dicha, excla- me: «Detente, instante, detente». El guía en el viaje de Fausto es el demonio. ¿Se podría re- emplazar «demonio» por «deseo»?

  • —  El viaje de Moisés en busca de la tierra prometida, del Paraíso. Su guía es la voz de Dios.

  • —  El viaje de Dante, en La Divina Comedia, en busca de la salvación cuando ha sido deste-

    rrado. Su guía es primero el poeta Virgilio, y luego la mujer, Beatriz.

  • —  El viaje de Harold, personaje de la Gradiva, de Jensen, en busca del olvido. Su guía es la

    ciencia, la arqueología.

  • —  Por último, el viaje de Edipo en busca de la Verdad, guiado por el oráculo. A este viaje me

    referiré en la 2a parte de este trabajo.

 

 Volvamos pues, al viaje de la mendiga, personaje de El Vicecónsul. Su historia tiene una estructura presente ya en la Biblia. Es la historia de un pecado, un destierro y un viaje a raíz de la expulsión

Este personaje de la novela de Duras no tiene nombre, y no lo encuentra. Nadie la guía. En su recorrido nadie la acompaña y tal vez por eso su viaje termina en la locura. (No digo psicosis.)3

«Ella camina, escribe Peter Morgan.

¿Qué hay que hacer para no regresar? Hay que perderse. No sé hacerlo. Aprenderás. Quisie- ra alguna indicación para perderme. Hay que abandonar toda reserva mental, estar dispuesto a no saber nada de lo que antes se sabía, dirigir los pasos hacía el punto más hostil del horizonte, una es- pecie de vasta extensión de ciénagas cruzada en todos los sentidos por mil taludes, no se sabe por qué» (op. cit., pág. 9).

Con las reservas necesarias creo que se puede proponer una semejanza entre este párrafo y una invitación a la asociación libre al comienzo de un análisis. Cuando se dice ¿qué hay que hacer para no regresar? es como si se dijese ¿qué hay que hacer para no seguir repitiendo el mismo dolor?, sin saber que es necesario repetir y repetir para poder aceptar algún sufrimiento, por un lado, y vivir con cierta alegría por otro. La frase «Hay que abandonar toda reserva mental» es el punto de partida del viaje transferencial por medio de la asociación libre.

Más adelante, al avanzar la novela, se aclara el porqué de ese exilio de la muchacha junto con algunos detalles de su historia.

«Hay que insistir para que, al fin, esto que te rechaza te atraiga mañana, eso es lo que ella ha creído entender que le dijo su madre al expulsarla. Ella insiste, lo cree, camina, pierde la esperanza: soy demasiado joven, volveré. Si vuelves, dijo su madre, pondré veneno en tu arroz para matarte» (op, cit., pág. 9. Los subrayados son míos).

Estas frases, esta insistencia en la voz, en el mandato de la madre, apuntan a lo que aparece en el fantasma del caso que comentaré a continuación como el Otro materno, el superyo «obsceno y feroz» según palabras de Lacan. Esta mendiga no tiene nombre. El padre no la acompaña, no se interpone ante el arbitrio, la omnipotencia de la madre. Sólo le indica vagamente un camino para que encuentre a unos parientes que la podrán tomar como criada. Indicaciones muy difusas. Ella ni siquiera recuerda la dirección. Sólo sabe que es en la llanura de las aves (op. cit., pág. 10).

La madre la expulsa porque la muchacha está embarazada y no tiene marido. (Imposible no reconocer la repetición: la hija abandonada por su padre dará a luz a una niña sin padre.) La madre se avergüenza de ella: «Mañana, al salir el sol, vete, niña vieja embarazada que envejecerá sin marido, mi deber es pensar en los supervivientes que algún día también nos dejarán... Vete lejos. De ningún modo puedes volver... ninguno... Vete muy lejos, tan lejos que me sea imposible imaginar el lugar donde estás... Arrodíllate delante de tu madre y vete.»

En este «arrodíllate» M. Duras condensa perfectamente la posición endiosada que ocupa la madre.

En realidad, el viaje de esta muchacha comienza como camino al exilio, buscando esa llanura de las aves, pero en un determinado momento, cuando se acerca el parto, siente la necesidad de volver:

«Quiero volver a Battambang en busca de un cuenco de arroz y enseguida me iré para siempre.»

Si su madre no la acepta y la alimenta con su amor, ella no podrá alimentar a su propia hija. Pero ella no decide ya, sino lo inconsciente.

«Es otra cosa la que elige por ella lo que se presenta» (págs. 19 a 23).
Cuando el parto es inminente, cuando ella va a ser a su vez madre:
«... busca a la madre cansada que la ha echado de casa. No debes volver bajo ningún pretexto. Esa mujer no sabe, no lo sabe todo, y esta mañana ni mil kilómetros me impedirán llegar hasta ti, inocente, en tu estupefacción olvidarás matarme, sucia mujer, causante de todo, yo te daré este niño y tú lo cuidarás, yo lo echaré para ti y me iré para siempre» (pág. 21).

«... Esta luz llama, llama a la madre, al nuevo comienzo de la irresponsabilidad» (pág. 20). «... Volverla a ver y marcharse de nuevo con el monzón. Dejarle este hijo.»

 
 Comienza el camino hacia su pueblo y una de las noches sueña, o alucina por el hambre, que una mujer que es su madre le trae un cuenco de arroz. Al despertar no hay nadie. Se pregunta por qué habrá soñado con su madre y decide alejarse nuevamente de su pueblo, volver a tomar la dirección contraria.

«Su camino, está segura, es el del abandono definitivo de su madre. Sus ojos lloran pero ella no. Ella canta a voz en grito una canción infantil de Battambang» (pág. 23).

Con su maestría habitual para describir estos momentos de crisis, de pasaje a la despersona- lización y a la locura, M. Duras nos muestra a esta muchacha abandonada, recordando canciones infantiles, llorando sólo con los ojos, sin saber que ese camino de separación respecto de su madre no podrá recorrerlo nunca.

En otro párrafo:

«... Regresar a Battambang, volver a ver a aquella flaca, a la madre. Pega a los hijos. Escapa por los taludes. Grita. Llama para distribuir el arroz caliente. Sus ojos lloran por el humo. Volverla a ver una vez antes de crecer, antes de partir de nuevo, tal vez morir, volver a ver aquella cólera» (pág. 58).

— Repetición de los ojos que lloran, identificación fálica con la madre encolerizada.
«... Pero ella ya no encontrará nunca el camino. Ella ya no querrá encontrarlo.»
Y justamente por eso, porque no podrá realizar el viaje de ida y vuelta, porque no podrá en-

frentarse con la mujer terrible, no podrá dejar de ser ella misma esa mujer terrible que abandona a su hija recién nacida en manos de una extranjera y seguirá su viaje, mendigando, hasta la locura fi- nal.

Dejemos ahora a la mujer sin nombre y consideremos el caso de la analizante. Durante su análisis llegó a construir el siguiente fantasma: ser una madre para un hombre y su expresión inver- sa ser un hombre para su madre. En ambas manifestaciones de este fantasma está presente el Falo, necesario para apaciguar al Otro materno.

En la historia de esta analizante, también exilada, se había repetido la situación de no ali- mentar, no cuidar a sus hijos, ya que se dedicaba a «ser madre» de sus hombres. Dejaba los hijos al cuidado de su madre y ella se colocaba en situaciones de gran riesgo para su integridad personal.

El trabajo sobre la pulsión oral permitió reconstruir esa frase fantasmática en dos momentos, dos recorridos que se podrían resumir con el título del Seminario inédito de Jacques Lacan D'un Autre à l'autre (De Otro al otro). En su seminario La Identificación Lacan define al fantasma como la tercera forma de la identificación:


... «Je mettrai l’accent sur la formule –support de la troisième espèce d’identification– que je vous ai noté dès longtemps dès le temps du graphe que vous savez lire maintenant comme $ ◊ a, non pas sur ce qui est implicite, a savoir le φ, le point grâce auquel les deux termes se presentent comme identiques, á la façon de l'envers et l'endroit...» (... «pondré el acento en la fórmula –soporte de la tercera especie de identificación– que hace tiempo les he indicado, desde el tiempo del grafo que ahora ya saben leer como $ ◊ a, no sólo sobre lo que allí está implícito, a saber el φ, el punto gracias al cual los dos términos se presentan como idénticos, como el revés y el derecho...»)
(Traducido por mí, G. B.)

 
 

 

$◊a a◊$

Con lo cual sí el camino podría imaginarse como un trazado de ida y vuelta

 

La analizante (como todos los analizantes que llegan al final de su análisis) tuvo que hacer ese viaje de direcciones opuestas, del mismo modo que Dupin en la Carta Robada según el comentario de Lacan.

«Pero Dupin, el lúcido, no pudo serlo sino entrando en el circuito hasta ocupar en él todos los lugares, incluso, sin saberlo, los del rey y la policía.» (Escritos, subrayado por mí.)

Recordemos también que $ ◊ a es lo que está debajo de la barra en el discurso del amo, el discurso del inconsciente, y que a ◊ $ está sobre la barra en el discurso analítico, con el objeto a en el lugar del agente. Lo que nos lleva entonces a la función del analista, el guía de esta dirección de la cura que yo metaforizo como un viaje.

El analista efectivamente ha de dirigir la cura. Pero nos encontramos ante la paradoja de que el psicoanálisis se aparta de la hipnosis o de la sugestión. Y ésta es la difícil tarea del guía, del ana- lista, que no ha de faltar pero que tampoco ha de creer, como Virgilio o el demonio, que está en po- sesión anticipada de la verdad.

El analista dirige la cura siempre y cuando sepa que el lugar adonde hay que dirigirse es ese punto de estrechamiento de los tres registros, simbólico, real e imaginario, ese fin diferente de las finalidades que hace que Lacan considere al psicoanálisis como una estafa.

El analista, pues, propone al analizante que «asocie libremente», para que se produzcan las formaciones del inconsciente. Freud decía que había que llenar las lagunas que por obra de la repre- sión había dejado la amnesia. Lacan lo determina más aún y dice que de lo que se trata es de que, en el camino de la asociación libre, el sujeto sea llamado («rappelé») –y ciertamente no por la voz del superyo obsceno– a ocupar su lugar en la cadena significante de la que estaba excluido.

Esta parte del análisis, que sería la del análisis «interminable», exagerando las cosas hasta podría decirse que funciona sola; depende de la estructura del A (Otro) del lugar del significante, y siempre se puede seguir, pues nunca llegamos al último significante. Por ello hubo analistas que propusieron terminar el análisis con la identificación con el analista, colocando a éste en el lugar del ideal.

Desde esta perspectiva Freud afirmaba que el análisis se detiene ante la «roca de la castra- ción» aunque en la teoría freudiana hay otra noción, la del «ombligo del sueño», donde se detienen las asociaciones libres, el lugar que Lacan llamó de la «falta de ser». Es el punto lógico donde se inicia el segundo recorrido, el que lleva desde A hasta a.

El sujeto inicia pues su recorrido dirigiéndose al Otro (A) como sujeto-supuesto-saber y en este movimiento va reconstituyendo, armando su novela familiar. Al hacerlo, van manifestándose las diversas secuencias de su fantasma y cada vez va topando entonces con el objeto causa de su deseo.

Un movimiento pendular de $ ◊ a a a ◊ $, se repite en el camino que crea para llegar al Otro y regresar con la nada del Otro4. Lo que hace funcionar el discurso es por supuesto el amor de transferencia, lo que nos indica que el motor de este proceso es la energía de la pulsión.

 

$A

a

deberíamos sin embargo modificar el trazado con la forma ondulante que le imprime el deseo

$A a

atando los lazos de la pulsión. Creo que Freud presentó en parte esta problemática cuando descubrió la «reacción terapéutica negativa» que lo llevó a la conceptualización de la pulsión de muerte.

Es posible que los pacientes que «no querían curar» estuvieran haciendo lo mismo que las histéricas que le decían a Freud que las dejara hablar, que no las interrogara. Los que «no querían curar» también intentaban mostrarle a Freud un camino; le decían que aún no habían realizado el viaje de vuelta, el camino hacia el objeto, hacía el enfrentamiento con lo Real.

En esta otra vertiente del análisis la «falta de ser» no tiene que ver con el significante, aun- que necesita de la cadena hablada para manifestarse. Dice Michel Sylvestre en Demain la Psychanalyse5 que lo que patologiza al hablante es el objeto. Pero al mismo tiempo este objeto es el efecto mismo de la palabra en el ser humano.

Se trata efectivamente de ese punto que Freud llamó «ombligo del sueño» siempre imposi- ble de decir, el silencio que manifiesta la pulsión de muerte. ¿Puede el analizante, guiado por el analista, ir hasta Ello para descubrir el ser? Dejando caer la máscara de la persona, las «capas de cebo- lla» del yo...

Aquí es donde el analista ocupa el lugar del muerto, se transforma en silencio para hacerse objeto dejándose guiar a su vez por lo que el analizante muestra en sus presentaciones fantasmáti- cas. La frase freudiana «Wo es war, soll Ich werden» condensa este desafío de llevar al orden simbólico lo que constituye este silencio del ser.

Es tarea pues del analista hacerse semblante, apariencia, del objeto a, o sea una ficción del objeto a, ya que éste no puede decirse pero es lo que determina la posición del sujeto en el fantas- ma.

Es a través de la ficción que en este trabajo se tocan nuevamente la literatura y el psicoanálisis, ficción en tanto instancia que permite la mostración de la verdad.

Invertir la frase del fantasma significa que el analizante llega a saber qué es aquello que lo causa, no la finalidad que persigue, sino lo que le impulsa hasta allí. De modo que al final encontrará el principio. Igual que la pulsión6.

 

II PARTE

El viaje de Edipo en busca de la verdad

¿Saber algo, no es algo que se produce en un relámpago? J. LACAN

La historia de Edipo no se encuentra sólo en la tragedia griega; es una historia que funciona como un mito. En la tradición griega, que es la más cercana a nosotros, Edipo era en oportunidades un semidiós. Aparece mencionado en la Odisea, en Hesíodo y en otras tragedias además del Edipo Rey y Edipo en Colono de Sófocles. Los mitemas que constituyen la historia de Edipo se encuentran por otra parte y evidentemente con distintos nombres en otras tradiciones y culturas7 y es pertinente en esta perspectiva compararla con la historia de Moisés: exposición del niño a la muerte, recogido y salvado –en algunas variantes Edipo también es recogido de un río–; criado en una casa regia: atraviesa el desierto, etc.; elementos que sólo sugiero ya que su desarrollo sería materia de otro artículo.

Habiendo tantas obras en las que aparece la historia de Edipo, podemos preguntarnos por qué Freud, y a través de Freud todo el pensamiento psicoanalítico y la cultura en que éste ha influido, escogió y estudió la tragedia de Sófocles, el Edipo Rey.

En la carta a Fliess del 15 de octubre de 1897, Freud escribe: «También en mí comprobé el amor por la madre y los celos contra el padre, al punto que los considero ahora como un fenómeno general de la temprana infancia... Si es así, se comprende perfectamente el apasionante hechizo deEdipo Rey...

»Cada uno de los espectadores fue, una vez, en germen y en su fantasía, un Edipo semejante, y ante la realización onírica trasladada a la realidad todos retrocedemos horrorizados, dominados por el pleno impacto de la represión que separa nuestro estado infantil de nuestro estado actual.»

A pesar del horror, persiste la fuerza de este hechizo de la cultura literatura griega, y de esta tragedia en particular8.

Las causas de esta permanente atracción podrían ser, por un lado y fundamentalmente, la presencia de una temática familiar en todos sus aspectos, las relaciones de parentesco donde el contraste y la violencia entre Eros y Tánatos, el amor y la muerte, conmueven a los espectadores (entre ellos los psicoanalistas) universalmente.

Por otro lado, el tema del destino: la Moira y la desmesura: Hybris, que para el psicoanálisis estarían plasmados en los oráculos y los sueños –el sujeto sujetado al lenguaje y al deseo de sus ascendientes– y en la culpa.

Respecto de la tragedia de Sófocles hay que señalar que es la única donde aparece el incesto. Los otros autores o leyendas anónimas mencionan la lucha y la muerte del padre; o la muerte del rey por el héroe para quedarse con la princesa, pero no se nombra el incesto explícitamente.

Aristóteles, en la Poética, dice que al poeta no le corresponde narrar las cosas que realmente ocurrieron sino las que podrían ocurrir. O sea, todo lo que podría desarrollarse en «la otra escena» freudiana. Aristóteles no explica por qué, pero comprueba que el resultado buscado, la catarsis (el temor y la piedad en el alma del espectador), se obtiene cuando se representan ejemplos con relaciones familiares, lo que Lacan llamaba el bla-bla-bla con que llenamos las sesiones de análisis. «Todos los casos en que se producen los acontecimientos trágicos entre personas muy cercanas, por ejemplo, un hermano que mata a su hermana, o está por matarla, o comete algún delito de este tipo, un hijo que actúa del mismo modo con su padre, o una madre con su hijo, o un hijo con su madre, esos casos son precisamente lo que hay que buscar9.» Obsérvese con cuánta delicadeza se deja abierta la posibilidad del incesto pero no se menciona.

La familia es, pues, el espacio trágico por excelencia. Hoy lo vemos en los famosos seriales de televisión como Dallas, Belleza y Poder o Falcon Crest, que fascinan a millones de espectadores. Para nosotros, también, lo importante de la tragedia, y que constituye un elemento estructural de la misma, es que en el argumento se debe pasar, como en el análisis, de la ignorancia al reco- nocimiento, de la verdad del no-saber, a un saber sobre la verdad.

Este pasaje, este recorrido es lo que me interesa señalar en el viaje de Edipo, en su semejanza con el viaje del analizarte en busca de la verdad de su deseo.

La tragedia de Edipo, como un análisis, comienza in medias res. Edipo viene a traer al coro su sufrimiento y a preguntar para saber qué hacer ante ese dolor. Es un rey exitoso, su pueblo le aprecia, ha conseguido a la reina después de derrotar a la Esfinge que agobiaba a los súbditos de Tebas y, de repente, aparece la peste. ¿Qué hacer ante la peste? Hay que consultar al oráculo, hay que dirigirse al lugar donde se supone el saber10.

Edipo ya había consultado otra vez al oráculo sobre su origen, porque un insolente en una fiesta había dudado de su sangre real. Y esa consulta lo había obligado a abandonar Corinto por temor a matar a su padre y casarse con su madre, pues pensaba que Pólibo y Mérope eran sus verdaderos padres. Pero ellos no eran sus padres verdaderos, ya que Layo, también obedeciendo a un oráculo que le advertía que recibiría la muerte de manos de su hijo lo entrega recién nacido a unos pastores para que lo maten. Estos pastores le agujerean los pies a Edipo y lo atan en un palo. De allí su nombre, el de los pies hinchados. (Es conocida la equivalencia simbólica entre el pie y el pene, y el pie agujereado en este caso sería la escenificación de la castración, la separación del lado de la madre.)

Ya se han consultado y obedecido, pues, dos oráculos y el resultado siempre ha sido erróneo, pues Edipo no muere sino que es entregado a los reyes de Corinto y luego huye de Corinto para no matar a su padre11 e inmediatamente lo mata en la primera encrucijada. Es el mismo movimiento que se ve en los relatos de los neuróticos por fuerza de la repetición; por ejemplo, pacientes que todo lo hacen para «no ser igual a mi padre» con el resultado de que hacen exactamente lo mismo que sus padres.

¿Qué pasará cuando Edipo consulte el tercer oráculo? Con el tercer oráculo comienza la obra; hay que saber quién fue el asesino de Layo. El oráculo dice que está en Tebas y que hay que expulsarlo de la ciudad.

Así como en el inicio de los análisis, que se caracterizan por la pasión que Lacan bautizó de la ignorancia, el sujeto busca otro culpable o culpables del crimen que él ha cometido, Edipo empieza la búsqueda del criminal, del culpable de la muerte del padre.

Respecto del parricidio, muchos han interpretado esta leyenda desde el punto de vista del poder económico o político. Ya que los hijos se niegan a esperar que su progenitor haya muerto para beneficiarse con la transmisión de la herencia.

El psicoanalista descubre, con una lectura diferente, que detrás de las racionalizaciones del conflicto manifiesto, actúa inconscientemente el conflicto edípico y el deseo de posesión sexual de la madre.

Este intento de desconocimiento es lo que lleva a Edipo a rechazar todas las advertencias para que no siga investigando y todas las versiones del saber que le van aportando los diferentes heraldos. Es notable, y por supuesto atribuible al arte de Sófocles, la incapacidad de comprender de que hace gala Edipo; él, que había descifrado el enigma de la Esfinge. (En otras versiones del mito es Yocasta la que reconoce a Edipo por las marcas que tiene en los tobillos.)

La Esfinge desafía a Edipo a que descifre un enigma: cuál es el animal que primero anda en cuatro patas, luego en dos y finalmente en tres. En otras versiones se debe adivinar cuál es la her- mana que es madre de su hermana (que son el día y la noche, ya que en griego día es de género femenino).

Edipo no ve que los enigmas de la Esfinge se refieren a él mismo, que la temática incestuosa y el anciano con un bastón son elementos de su historia; igual que el analizante en ocasiones no se siente interpelado por las interpretaciones del analista y responde con una negación.

Ya ante la Esfinge empieza su desconocimiento; en realidad ha empezado a negar desde que acude al oráculo de Delfos para desmentir al borracho que le dice que no es hijo de Pólibo; y en realidad engaña a la Esfinge; mejor dicho, se engaña a sí mismo y aparentando resolver la adivinanza seduce a la Esfinge y la arroja al abismo. Creo que se puede considerar a la Esfinge como al doble de la madre, una imagen horrible del superyo. Se establece entre ellos un duelo erótico-intelec- tual. También puede sugerir la pareja monstruosa de los padres en la escena primitiva, que contiene además, en sus enigmas, la pregunta por la procreación y el origen del sujeto.

¿Qué era la Esfinge en la tradición griega?

Hegel, en la pág. 75 de la Estética, t. II12, en el capítulo sobre El simbolismo inconsciente, escribe:

«Por su simbolismo misterioso las obras de arte egipcias son enigmas. Son incluso el enigma objetivo. Y pueden ser simbolizadas por la Esfinge, que es el símbolo del simbolismo...

[ ]... esta aspiración a la consciente espiritualidad... constituye la esencia misma del simbolismo que, llegado a ese grado, hace del símbolo un enigma.

Por eso la esfinge aparece en el mito griego, que, a su vez, puede ser interpretada simbóli- camente como el monstruo que plantea enigmas... [ ] La solución del símbolo sólo puede hallarse atribuyéndole la significación que no vale más que por sí misma y que la célebre inscripción griega recuerda al hombre: conócete a ti mismo...»

La Esfinge era ella misma un enigma, que Edipo cree que ha resuelto pero al que volverá a enfrentarse en su encuentro con Yocasta.

La Esfinge era un monstruo de origen también incestuoso, mezcla de animal y humano, y en otras versiones hija natural de Layo. Según la Odisea había sido enviada por Hera para castigar a Tebas por el crimen de Layo, quien había seducido al hijo de Pélops, Crisipo, el que se suicidó de vergüenza. La culpa se va transmitiendo de generación en generación. Pero volvamos al proceso de investigación, que ha hecho que muchos estudiosos del género califiquen a la novela policial de novela edípica.

Edipo es incapaz de relacionar los elementos que van apareciendo; esa incapacidad es el efecto de la represión.

En la tragedia de Edipo, hay dos caminos13, el del saber y el de la verdad.

El saber es el que se persigue en la investigación. Los testigos materiales del crimen (podemos compararlos con los familiares del analizante, a quienes Freud preguntaba hechos de la vida de sus pacientes) son los pastores, por ejemplo, y Creonte.

En cambio Tiresias, Yocasta y el Mensajero de Corinto son portadores de revelaciones que producen efectos. (Podemos comparar estas revelaciones con las interpretaciones que dan en el blanco.)

Cuando a Tiresias le preguntan quién es el culpable, señala a Edipo. Yocasta, para tranquilizarlo, le explica el oráculo que había recibido Layo y cómo ella misma había entregado el niño al pastor. Y, para rematar, el mensajero de Corinto le dice que no tema, que Pólibo no era su padre.

La verdad aparece cuando menos se la espera14, en los fallos de la cadena significante, cuando el sujeto, como Edipo, intenta reconstruir su historia. Y precisamente la verdad no es dicha por el sujeto, sino que éste la sufre.

La tragedia nos pone ante la ineluctabilidad del oráculo, ante la primacía del significante. Edipo quiere escapar por medio del saber y termina enfrentándose a la verdad.

Yocasta se suicida, ahorcada con la cinta de su vestido, porque la verdad se ha sabido. Edipo, con el broche de la túnica de Yocasta, se atraviesa los ojos, repitiendo la primera operación, que le atravesó los pies y que ahora duplica, causándose la ceguera, duplicación en lo real de su ceguera anterior. No había querido ver lo que había pretendido saber. Esta ceguera es también una tematiza- ción de la ceguera «sabia» de Tiresias el adivino. Éste también, por haber tenido dos sexos –aunque alternativamente– se acerca a la Esfinge.

En nuestra comparación del viaje de Edipo con el viaje del analizante –también justificada porque la frase representativa del oráculo es el conócete a ti mismo con que se suele comenzar un análisis– podemos homologar esta ceguera de Edipo, que abre paso a la verdad, como el pasaje de la castración y como contrapartida del goce de la reiteración de la ignorancia.

Edipo abandona Tebas con la verdad sobre el saber. Igual que el analizante, ya no necesita preguntar ni al oráculo ni al monstruo. Edipo ha reconocido la mirada, la pulsión escópica como la causa de su deseo de saber (Wissentrieb) sobre el sexo y su relación con la muerte. Los dioses (el superyo) habían anunciado su muerte, pero Edipo elige15 el exilio, la existencia, vivir conociendo la división del sujeto, y no «fuera de sí», sino «fuera de los espejismos del yo».


 

Graziella Baravalle 

 

Notas

Parte I

  1. Mannoni, Octave: La otra escena, claves de lo

    imaginario. Amorrortu Editores. Bs. As.

    1970.

  2. Duras, Marguerite. El Vicecónsul, Tusquets,

    Barcelona 1985.

  3. Sobre este tema remito al artículo de Laura

    Vaccarezza «Usted no es su padre», y al ar- tículo de Norberto Ferrer «Víctor o Victoria. El delirio histérico», en Apertura N.° 3. Teniendo en cuenta por supuesto que no se puede «analizar» a un personaje de una novela, y por cierto tampoco «hacer un diagnóstico», aunque se lo pueda suponer.

  4. Lacan, J.: D'un Autre á l'autre. Seminario inédi- to.

  5. Sylvestre, Michel: Demain la Psychanalyse,Ed. Navarin, París 1987.

  6. Lacan, J.: «Demontage de la pulsion» Les Qua- tre Concepts Fondamentaux de la psycha- nalyse. Seuil, París 1973.

 

Parte II

  1. Propp, Vladimir: El Edipo en el folklore, Ed.

    Fundamentos, Madrid 1980.

  2. El psicoanálisis ha trabajado sobre muchos

    temas de la cultura griega, no sólo Edipo, sino toda la Edipíada y la Orestíada, que a su vez encuentran desarrollo en Shakes- peare, otro gran favorito de Freud.

  3. Aristóteles: Poética.

  4. Hegel: Esthétique, págs. 187 y 188, t. II,

    Flammarion, París 1979.

  5. Se me ocurría una analogía entre esta po-

    sición de Edipo y la del neurótico obsesivo, en dos sentidos. Por la pregunta por el ser «¿quién soy?», que dirige al oráculo, y por su huida motivada por la idea de forma obse- siva: «Sí no me voy, mataré a mi padre». Otras interpretaciones de este punto pueden leerse en J. Starobínsky, La relación crítica,Ed. Taurus, Madrid 1974.

    12. Hegel: Esthétique, t. II, pág. 75, Ed. Flamma- rion, París 1979.

    13. Green, André: El complejo de Edipo en la tragedia, Ed. Tiempo Contemporáneo, Bue- nos Aíres 1974.

  1. Lacan, J.: D'un Autre á l'autre. Pág. 26. Semi- nario inédito.

  2. Hegel: op. cit., t. II, pág. 188. «El hombre que, en presencia del dios que sabe, es el que no sabe nada, acepta los oráculos sin saber lo que significan, es decir, que la universalidad concreta de aquéllos no comporta para él ninguna evidencia, de modo que no puede decidirse a la acción sino conformándose a uno de los dos senti- dos, con exclusión del otro, que comportan las palabras del dios. Pero desde el mo- mento en que actúa y que su acto, por ese hecho, ha llegado a ser suyo, es decir, un acto del que asume la responsabilidad, se encuentra comprometido en una colisión: ve levantarse ante él el otro sentido del oráculo que se encontraba igualmente im- plícito y entonces, en presencia del acto que acaba de realizar, es invadido por el sentimiento de que no es él quien lo ha realizado y querido, sino los dioses...» (Traducción mía.)

 

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