La función paterna y las formaciones histórico sociales, por Graziella Baravalle

La función paterna y las formaciones histórico-sociales*

Graziella Baravalle

 

En un conocido texto, llamado La proposición del 9 de octubre, Jacques Lacan a propósito de la fundación de una escuela de psicoanálisis, enuncia tres puntos de referencia esenciales como una critica previa para pensar la extensión del psicoanálisis. En mi opinión, se ha caído en el error de reducir la extensión del psicoanálisis a lo que se refiere a las instituciones psicoanalíticas, como opuesta al análisis en intensión, es decir el análisis personal, y olvidando esos tres puntos, que resumo a continuación:

En primer lugar el complejo de Edipo, eje de la teoría y la práctica analítica. Aquí el psicoanalista debe cuestionarse acerca de su posición respecto de la familia como «fundamento del orden social», y no correr el riesgo de desconocer una conversión de la función sexual que se está operando ante nuestros ojos, como los diferentes tipos de uniones y «familias», la mayor aceptación de la homosexualidad, los avances de las técnicas de procreación, etc. El segundo punto concierne a la estructura del grupo, sobre el modelo de la Iglesia y del Ejército, que Freud eligió para la transmisión del psicoanálisis, estructura que se funda sobre la función del padre ideal y los mecanismos identificatorios que propician el cierre del inconsciente.

Por último, se refiere a los efectos crecientes de segregación en la sociedad, que Lacan considera efecto del discurso universalizante de la ciencia sobre los grupos sociales. Esto sólo ha comenzado, dice Lacan, con los campos de concentración nazis. Lamentablemente fue profético.

Y termina diciendo: «Mientras estos problemas no hayan sido puestos a la luz, no podremos esperar ningún remedio a la estimulación narcisista en que el psicoanalista no puede evitar precipitarse dentro del contexto presente de las sociedades».

Por su lado, Freud (de quien Lacan se considera un lector), a lo largo de toda su obra busca y analiza las relaciones entre el hombre y la cultura, entre el desarrollo ontogenético y el filogenético. En El malestar en la cultura, texto redactado cuando la figura de Hitler se estaba preparando para imponer su propia terapia a las masas Freud escribe: en cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, ¿de qué serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia correspondiente? Pese a todas estas dificultades, podemos esperar que algún día alguien se atreva a emprender semejante patología de las comunidades culturales.

Es evidente que tanto el texto que he citado de Lacan, como el de Freud, nos remiten a la función paterna, definida en sus tres registros por Lacan, y desde el punto de vista del «padre ideal» en el texto de Freud. Esta misma idealización de la autoridad por Freud aparece en su carta a Einstein titulada El porqué de la guerra, de 1932, dos años después de El malestar en la cultura.

Después de haber explicado con claridad y con conceptos verdaderamente subversivos cómo el derecho proviene de la fuerza, y cómo termina por ser una prerrogativa de los poderosos, Freud propone paradójicamente la creación de un poder central, como la Liga de Naciones, para resolver el problema de las guerras. Esta idealización es evidente para nosotros porque ya ha transcurrido el tiempo, y vemos quién dirige las Naciones Unidas, y quién decide atacar o no arbitrariamente a otros países más débiles que luchan «por un derecho igual para todos», según la expresión de Freud en esa misma carta.

Sin embargo, Freud advierte inmediatamente que, a la luz de los acontecimientos históricos, parece que el intento de sustituir el poderío real por el poderío de las ideas está condenado por el momento al fracaso. O sea, que nos encontramos con una oposición y oscilación fundante entre lo real y lo ideal.

A causa de este escepticismo sobre la posibilidad de «aplicar» las teorías psicoanalíticas a las prácticas sociales, y tal vez por otras causas que no corresponde aquí analizar, las investigaciones psicoanalíticas de postguerra se dirigieron en general hacia la clínica. Actualmente, la presión de los acontecimientos nos obliga a interrogarnos nuevamente sobre estos temas. Y es mi opinión que la teoría psicoanalítica, sin querer «aplicar» nada, permite un conocimiento diferente de los procesos sociales, y puede producir un saber al respecto. Si este saber está allí, es posible que en algún momento pueda ocupar el lugar de la verdad, aunque esta es “no-toda” aunque esto suceda con los efectos complejos y retardados propios de los discursos.

Por otra parte, este conocimiento y reflexión sobre la sociedad es imprescindible para el psicoanalista, que debe conocer para su tarea el momento histórico-social en que vive, tanto él como su analizante, ya que los lazos que unen al individuo con sus semejantes son, en tanto discursos, sociales. Y que además, conceptos tan importantes del psicoanálisis como la sublimación y la idealización, dependen eminentemente, para su comprensión, de las coordenadas histórico-sociales.1

El psicoanálisis establece una relación estrecha entre las producciones del individuo y las de la colectividad, pues según la teoría psicoanalítica, tanto las primeras como las segundas tienen como origen y motor las pulsiones y los destinos que estas pulsiones sufren.

En general, el procedimiento de Freud es iluminar la comprensión de los procesos sociales, políticos y religiosos a partir de la investigación de los fenómenos psíquicos de los neuróticos.

Para explicar el origen de la ley que rige a los seres humanos que viven en comunidad, Freud, apoyándose en su práctica con los neuróticos obsesivos recurre a un mito, que tiene su paralelo en el mito edípico, mito fundador de la realidad psíquica.

Se trata del mito de la horda primitiva, bien conocido por los psicoanalistas. Para explicarlo Freud utiliza los escritos de Darwin sobre la horda paterna y los de Robertson Smith sobre la comida totémica. Es el tema de su libro Tótem y tabú, escrito en 1913. El mito de la horda primitiva sella el pasaje de un estado casi animal al estado de cultura —Paul-Laurent Assoun dice: «paso de la horda a la multitud»2— y marca la entrada de los seres humanos en el campo del lenguaje. Según el mito, había una vez un grupo dominado por un padre todopoderoso y fuerte, que gozaba de todas las mujeres y sometía a los machos jóvenes de la horda, impidiéndoles el contacto sexual con aquéllas. Un día los hermanos se unen y matan al padre para tener acceso al goce. Pero, después del asesinato del padre, estos mismos hijos, que constituyen el clan fraterno, al no encontrar ningún obstáculo al goce, vuelven a sentir amor por su padre y son presa del remordimiento y la culpa.

Establecen entonces una ley que les prohibe el goce por el que habían matado. El crimen cae bajo el peso de la represión como efecto de la ley. Se trata de un movimiento homeomorfo al de la represión originaria, y remite a un saber prohibido, el saber de la muerte del padre. Que no se sepa que está muerto es la mejor forma de mantenerlo con vida. El grupo fraterno realiza su unión por medio de esta culpabilidad y por la ocultación del crimen. Quedan así establecidas la prohibición de matar y la interdicción del incesto. El individuo que viole estas leyes de la colectividad será castigado porque hay que evitar la tentación de los otros.3 Es uno de los principios del orden penal humano, que se deriva de la identidad entre los deseos reprimidos en el criminal y en los encargados de castigarlo.

Al mismo tiempo, por la represión originaria, quedan establecidas las leyes del proceso primario, que reinan en lo inconsciente.

De ahora en adelante tenemos también dos consecuencias: por un lado la idealización del padre, que ocupará sucesivamente el lugar del tótem, la divinidad, Dios, y en sucesivas manifestaciones históricas, también el Estado que conocemos en las llamadas sociedades del bienestar, que protege y castiga al mismo tiempo.

Por el otro, aparece la figura del chivo expiatorio, sobre el que cae la responsabilidad del crimen cada vez que se produce el retorno de lo reprimido. Esta figura es la que ocupará, según las circunstancias, el lugar del extranjero, el pobre, el judío, el moro, el negro, el palestino, etc.

Vemos pues que el ideal, la idealización, es la única manera de sobrevivir al padre, y también de hacerlo sobrevivir. En ese momento se crea la posibilidad metapsicológica del lazo social. Esta transformación de la horda en comunidad o multitud es lo que Freud llama «transposición idealista» de la horda (idealistische Umwertung). Se cambia así la certeza paranoica de ser perseguidos por el padre, por la ilusión de que tiene que haber Uno que nos ame a todos con el mismo amor.

Esta idealización por otra parte es el medio para lograr la identificación: al idealizar al padre, los hermanos se identifican entre sí, que es uno de los modos de mantener unida la comunidad.

Los desarrollos que hace Freud de estos conceptos, especialmente en Psicología de las masas y análisis del yo, indican una función representativa y libidinal del lazo social, que va más allá de la psicología de las multitudes.

Por cierto que existe una diferencia entre las formaciones psíquicas del individuo y las formaciones sociales, pero sabemos que en el origen se encuentra este crimen que no hay que recordar. El inconsciente es esta memoria de lo que es insoportable recordar, de lo que no se quiere saber. Pero hay una relación constante y no directa entre la represión propiamente dicha y la represión social.

Nos encontramos además, por el hecho mismo del inconsciente, con otra escisión, cuyo conocimiento es uno de los grandes hallazgos del psicoanálisis: el reino de lo inconsciente, donde los deseos perduran indestructibles —matar al padre y gozar de la madre—, y el reino de la consciencia, de las leyes de la comunidad, donde se distribuyen, jamás «equitativamente», los productos para satisfacer las necesidades.

A partir de un determinado grado de desarrollo de la sociedad, el Estado, como representante del superyo, monopoliza el derecho a la violencia para regular la producción y la reproducción de los bienes. A este respecto, la opinión de Freud era que una mejor distribución de estos bienes podría resolver muchos problemas.4 La estructura reproductiva necesita dominar al individuo y aplastar el deseo. El psicoanálisis, por el contrario, tiene como objetivo el reconocimiento de la verdad de este deseo.5

Freud nos brinda los medios para instalar un dispositivo conceptual que permita tomar en consideración el destino social de lo inconsciente. Se ha de buscar detrás de lo manifiesto la subjetividad y el deseo, que es fundamental en el proceso de constitución de la cultura. Entre los dos espacios mencionados nos encontramos, por así decirlo, con un camino de ida y vuelta, sobre el que se entrecruzan, en la historia de los pueblos, las necesidades y los deseos.6

He tomado el nacionalismo, fenómeno que ha resurgido con intensidad en estas últimas décadas, como manifestación colectiva donde podemos observar la pertinencia de los descubrimientos del psicoanálisis. Pero como siempre en psicoanálisis, además del fenómeno  del «nacionalismo» en general, hay que pensar en el caso particular, y eso supone un trabajo con los datos de otras disciplinas.7

Cuando hablo de nacionalismo, me refiero a un fenómeno social que tiene que ver con la instauración de un Estado en tanto monopolizador de la violencia para la apropiación y distribución de los bienes y «objetos».8 Esta raigambre estatal es la base, sea que consideremos el nacionalismo que un Estado más poderoso impone a otros más débiles, borrando así sus identidades; sea que pensemos en el nacionalismo reivindicado por los pueblos que quieren liberarse de un Estado opresor, como necesidad para desarrollarse como Estados independientes. 

Ninguno de estos casos es igual: no se puede homologar el nacionalismo español de Franco, con su contemporáneo, el nacionalismo catalán, ni el nacionalismo gran ruso, con el de los pueblos sometidos a él.

Aunque sean como el anverso y reverso de una situación de verdugo y víctima, los efectos sociales son diferentes, como también es diferente ocupar el lugar de verdugo o el de víctima.

Pero, pasando a un punto de vista más amplio y que permite luego todas las demás determinaciones, creo que el fenómeno del nacionalismo puede subsumirse en lo que Freud, en el capítulo III de El malestar en la cultura, llamó las «Ideal-Bildungen», que traduzco como construcciones ideales.

En ese capítulo Freud afirma que la mejor manera de caracterizar una cultura es a través de sus producciones intelectuales y artísticas, y también por sus ideas. Entre sus ideas enumera los sistemas religiosos, las especulaciones filosóficas, y las «Ideal-Bildungen», es decir, «las ideas de una posible perfección del individuo, de la nación, o de la humanidad entera, así como las aspiraciones que estas ideas suscitan». (Subrayado por mí.)

Nos encontramos aquí con el elemento ideal que habíamos señalado en el pasaje de la horda a la comunidad.

Pienso que, por su función en la vida de los pueblos, esas «construcciones ideales»9 pueden compararse con el «fantasma» en la realidad psíquica del sujeto, y más específicamente, con la selva de fantasmas entretejidos que constituye «la novela familiar». Y creo también que esta novela colectiva que el historiador narra desde el punto de vista de la consciencia, es lo que el psicoanálisis puede determinar más aún con el conocimiento de los procesos inconscientes.

 

La diferencia entre un nacionalismo y otro también puede aclararse más con esta referencia: por ejemplo, el nacionalismo catalán actual, que avanza por vías políticas, aunque a veces contra la ley del poder central, es homologable, en cuanto manifestación, a un síntoma. En cambio el nacionalismo nazi realizaba una actuación perversa del fantasma, por medio de la aplicación sistemática de la tortura y el crimen.

Sabiendo además, como sabemos, que la memoria es un recuerdo encubridor, y que la culpabilidad a causa del crimen reprimido será pagada por el chivo expiatorio, no podemos asombrarnos ante el odio por el semejante que aparece en algunos nacionalismos.

En cierto sentido, es lo más lógico. Lo absurdo, dadas la estructura del inconsciente y el origen de la subjetividad a través del narcisismo, lo absurdo es el amor al prójimo, porque conocemos bien el corazón de maldad que late en nosotros mismos. La obra de la cultura —y de la sublimación— es lograr el dominio de esa agresividad en aras del bien común (con todo el «malestar» que el asunto implica).

En los procesos históricos vemos la tensión entre un ideal (que se plantean los pueblos) y un real, la pulsión de muerte, la agresividad, reprimida durante la evolución cultural. Cuando por razones históricas determinadas el Estado encargado de hacer aplicar las leyes se desmorona o se pervierte, las pulsiones superan los efectos de la represión.

Ante estas situaciones, que a veces resultan insoportables, pero no incomprensibles, ¿cómo me sitúo en tanto que analista?10

Sabemos que el discurso analítico, en general, no es demasiado bien recibido porque sostiene un ateísmo radical y tiene como función desmitificar el ideal y destruir las ilusiones. ¿Significa esto una posición necesaria de apatía en relación a lo público? Aunque Freud vio y teorizó esta problemática, y aunque persistentemente reconocía lo utópico de sus propuestas, continuó poniendo esperanzas en una élite de hombres cultivados y civilizados capaces de dirigir los destinos de la humanidad. Sobre todo esperaba que el pacifismo siguiera extendiéndose, como evidencia del avance de la cultura sobre el individuo, aunque también sostenía que tal vez había que considerar a las guerras como una forma más de las desgracias de la vida. (Esto nos recuerda lo que decía sobre el final de la cura de la neurosis.)

Freud no vivió para ver los horrores de la segunda guerra mundial, que no pudo ser evitada por la unión de las naciones «civilizadas». Nosotros ya no tenemos ni la ilusión de la cultura ni la de la ciencia. ¿No eran muchos de los jefes de la Gestapo amantes de la música y de la Poesía?11

La ciencia, además de las catástrofes nucleares, ha provocado, por el desarrollo de la técnica y la universalización de la abstracción (la fuerza de trabajo como mercancía, el trabajo abstracto como base para la apropiación de la plusvalía, es decir el plus-de-goce), ha provocado, digo, efectos de segregación que hoy podemos constatar en Europa.

Europa misma se ha convertido en un campo de concentración al revés: (estamos creando una cerca de visados para que los «otros» no puedan entrar) y fuera de la cerca, las hordas de hermanos desposeídos, como Eteocles y Polinices —muertos sus padres— son protagonistas de luchas fratricidas.

¿En qué medida pues, el discurso psicoanalítico, que es un discurso «fuera-del-poder», puede ejercer una influencia crítica?

¿Cómo el psicoanalista, que, en mi opinión, en la cura está en una posición excéntrica respecto de las leyes de distribución de los bienes, podría tener una incidencia?

Creo que aquí resulta eficaz el análisis de las «construcciones ideales» y su diferenciación respecto de lo real (político, económico y pulsional), para evitar las ilusiones mortíferas o paralizantes, lo mismo que en una cura. Pero en este campo ¿dónde está la demanda? Tal vez proviene de nosotros mismos en tanto zooi politikoi, al decir de Aristóteles.

Los seres de lenguaje somos sujetos divididos entre el determinismo y la libertad, entre la realidad y el sueño. Aunque como psicoanalistas conozcamos los mecanismos del amor, nos enamoramos, y aunque conocemos los del sueño, soñamos. Siempre será el deseo el que desencadenará nuestra acción. Uno de los deseos humanos es el deseo de saber. La sociedad se plantea siempre estas preguntas: ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestro destino?, y sobre todo ¿cómo vivir con el otro?12 Según el momento histórico, un discurso determinado dará la respuesta con más acierto que otro.

Cuando se produce una impasse o un equilibrio en la lucha entre el discurso de los guerreros y el de los clérigos, aparece la posibilidad de otros discursos. Y creo que en estos años el discurso psicoanalítico tiene muchas determinaciones que aportar. En el pensamiento crítico occidental contemporáneo muchos pensadores, que evidencian una clara influencia del pensamiento freudiano, han dejado de lado la metafísica para dedicarse fundamentalmente a los problemas éticos, es decir a la relación del ser humano con sus semejantes. Y también los psicoanalistas prestan atención a los fenómenos político-sociales.

Este trabajo teórico tendrá seguramente consecuencias a mediano y a largo plazo aunque sea evidente que lo real, lo que no podemos describir ni prever, siempre constituye un elemento decisivo en los giros de la historia y permanece inanalizable por el lenguaje. Sin embargo, es por medio de nuestras teorizaciones que testimoniamos de nuestra relación con ese real.13

 

 

 

Notas 

* Versión modificada de un trabajo presentado en las Jornadas sobre «La actualidad de la psicología de las masas». convocadas por la Fundación Europea para el Psicoanálisis en el Parlamento europeo, Estrasburgo, junio de 1993.

 

  1. Por eso Freud defendió lo que fue llamado el análisis laico (no médico), ya que los temas esenciales de estudio para él eran la historia. la mitología, la literatura, el arte. etc.
  2. Paul-Laurent Assoun. «El sujeto del ideal», en Aspectos del malestar en la cultura, Ed. Manantial, Argentina, 1981.
  3. Freud aclara inmediatamente que se trata de una abstracción. Apenas instituido el clan surgen las diferencias y los poderosos pueden saltarse las leyes que imponen a los demás. Mostrar esto en sus libros le valió al marqués de Sade muchos años de cárcel.
  4. S. Freud, El malestar en la cultura, O.C., t. IX, Biblioteca Nueva.
  5. J. Lacan, La ética del psicoanálisis. Ed. Paidós, Barcelona.
  6. La relación entre estos dos campos, a veces considerados como lo público y lo privado, ha sido objeto de reflexión para pensadores que se han inspirado tanto en Freud como en. Marx, como los integrantes de la escuela de Frankfurt, o como otros más vinculados al psicoanálisis, como Cornelius Castoriadis (La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona), o Pierre Kaufmann (Lo inconsciente de lo político, F.C.E., Méjico).
  7. Tom Nairn, «La demonización del nacionalismo», en Tres al Cuarto, segundo semestre de 1993.
  8. J. Attali, ex-presidente del Banco europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, en «La economía nómada», El Mundo, 13 de octubre de 1993, Madrid.
  9. En el fantasma en tanto «construcción ideal» participa no sólo el yo ideal, sino también el ideal del yo, lo que conecta con toda la problemática de la sublimación y fundamentalmente, como punto a trabajar, con la ideología, tal como la definen Marx y Engels como Schein (ilusión), en La Ideología Alemana, Cf. Alain-J. Cohen, Marcuse entre Marx y Freud, Ed. Atenas, Madrid, 1978). En las Jornadas sobre Ética y Política organizadas por la Fundación Europea para el Psicoanálisis en la Universidad Complutense de Madrid el 4 de diciembre de 1993, Gérard Pommier planteó que las ficciones colectivas sirven a los sujetos para resolver la contradicción existente entre los polos opuestos del fantasma. Por ejemplo, en la acción política, se superaría el vel del fantasma, que es o bien ser objeto de goce, o bien ser sujeto de la acción. Cuando el jefe da la orden de actuar, el sujeto puede realizar la acción siendo al mismo tiempo objeto de goce del Amo.
  10. En la versión original del trabajo planteaba esta pregunta en primera persona del plural, lo que constituía un prejuicio metafísico. Este aspecto de la teoría me interesa a mi, en tanto ciudadana y psicoanalista. En este interés, que no considero obligatorio compartir para realizar la tarea de psicoanalista, confluyo con algunos otros psicoanalistas que en este momento están pensando en esta problemática, así como con una serie de pensadores pertenecientes a otras disciplinas cuyo deseo ha sido investigar en este campo.
  11. Este punto vuelve a llevarnos tanto al problema de la sublimación, como al del consumo del arte, en la sociedad capitalista occidental. También es interesante aquí el concepto de «desublimación represiva» propuesto por Marcuse en Eros y civilización.
  12. A esta pregunta responde el fantasma en la economía libidinal del sujeto.
  13. R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Ed. Paidós, Barcelona.

 

 

 

 

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